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Crónica de una Feria Americana haedense




Por Nico Perrupato

Esto podría ser una crónica periodística. Empezando por el principio:
Mensualmente vecinos del barrio de Haedo organizan una feria americana en la parroquia Resurrección del señor situada sobre la calle Defensa. Los fondos son destinados a financiar las actividades propias de la institución eclesiástica que aglutina entre sus fieles a más de doscientos vecinos de la zona —Haedo Norte, más precisamente. La próxima feria será el sábado 19 de Junio, arrancando a las 10Hs.
Pero no. Siempre a lo que podría ser le gana la comodidad o la circunstancia.
Aquí, como vemos, gana la circunstancia.

La feria es más que unos pesos para la iglesia. Además de alguna que otra camisa a tres pesos o, quizás, un zapato a ocho, uno se lleva impresiones de un barrio, por lo menos, simpático.
Cronológicamente se puede decir que llegando a las diez de la mañana comienzan a sentirse en las veredas los pasos cortos de las viejitas ansiosas de encontrar alguna novedad en la feria. Gente de bajos recursos que aprovecha la oportunidad, algún hippie o artista que no cree que vestir ropa de gente muerta recientemente sea un problema, mi madre y yo a los que exceptuaré de juicios por razones obvias (aunque es mi obligación decir que mi madre se siente realizada cada vez que piso la iglesia).
Es importante llegar temprano, eso todos lo saben. Por eso al llegar uno encuentra delante de las rejitas negras un contingente de diez o quince vecinos haciéndose los desentendidos, simulando su desesperación por no perder la oportunidad de algo “como nuevo”, mirando la vereda de enfrente o pateando alguna piedrita. La simulación es exagerada: adolescentes se cruzan de brazos algo inseguros de verse allí, madres de familia conversan, feligreses tocan temas sensibles de esa actualidad que se empeña en vituperar sus convicciones. Todos actores de la víspera de la feria.

Más señoras llegan, estas ya con algo de violencia: saben que han dado las diez y todavía no abren. Son el núcleo duro de las compradoras.
De pronto, del fondo que cuadriculan las rejas negras, sale Rene con su amable metro y medio y su pollera marrón más amable todavía. Los perros de la Iglesia, Frodo y Ana, salen del mismo sitio. Se acerca hasta dar con el picaporte y abrir en un contexto de euforia perruna: de haber sabido que estaba abierto, el gentío iracundo hubiera entrado a saquear las mesitas con pilas de ropas gastadas.

Comienza la feria. Una carrera hasta el salón en donde esperan las ofertas que tiene como protagonistas a viejas, madres, pibes y algún padre que parece mantener la cordura junto a los mencionados hippies, que se esfuerzan en mostrarse calmos. Aquí el autocontrol de simular el paso apurado contra la descarada irrupción de las que no guardan las formas.
La perspectiva al entrar (porque uno entra después de las viejitas desesperadas quiera o no) es de una amabilidad devastada por los puñales de los ávidos de ofertas que se clavan en las pilas de ropa. Todo lo planeado —las pilas ordenadas, las prendas bien dobladas, los pasillos amplios— se desvanece en el aire que huele a naftalina o algo por el estilo.

Hay una búsqueda del tesoro y una leve vergüenza del que hurga como yo, conciente de la circunstancia. Todos se poseen en el salón, es irremediable. Señoras cargan en bolsas las vestimentas que después ni podrán cargar hasta sus casas. Tendrán muchos hijos, muchos nietos o alguna fundación. Quizás.
Personalmente trato de sofocar esa desesperación de ver una prenda a lo lejos, inalcanzable, impedida siempre por gente posesionada que anega los pasillos. Uno no llega a la prenda añorada, finalmente le es arrebatada. Es recomendable conformarse con hurgar en la pila a la que se tiene acceso, quizás se rescate algo.

Se torna áspero el clima pero es llevado con cierta sabiduría, nunca hubo ningún herido: dos compradores toman la misma prenda y democráticamente de a dos resuelven ceder o ir por más, las organizadoras se resignan a contemplar la locura, madres e hijos se consultan sobre prendas de un lado al otro de la sala.
Como siempre la oferta y la demanda invadiendo: se llevan prendas por baratas y no por necesarias, pero no es hora de ponerse reflexivo. También, hay que decirlo, este es un reducto en el que se abofetea al mercado, a lo nuevo, en cierta manera.

Nadie es conciente del horario dentro del salón. Marcan las once las agujas de algún vecino que pasa: si entrara vería las mesas peladas, solo quedan los harapos, la ropa demasiado gastada que nadie quiere. Los visitantes siguen buscando entre las pilas flacas, que ahora son ropa esparcida por una mesa: son todas mangas de remeras, camisas horribles, pantalones rotos, jirones que se enganchan en las mesas. Es el momento en que sus dedos golpean contra la mesa que delata el fin o su aproximación. Están algo desorientados. Tienen sus bolsas o directamente sus hombros cargados de prendas y ya no pueden llevar más, no encuentran nada que valga la pena.
Es un frenesí que dura una hora aproximadamente en el que las amables abuelas muestran los dientes y son capaces de empujones disimulados con tal de obtener lo que buscaban.
Prefiero pensar que todas esas prendas que se llevaron estrepitosamente terminarán siendo usadas —pienso en las señoras que tan abultadas bolsas se llevaron— y no devueltas a la iglesia.

Esto sería lavado de dinero.

Las abuelas volverán a ser amables o agretas, pero volverán a ser. Todos seguirán con su sábado merecido. Cada uno, si tuvo suerte, se llevará alguna prenda y comentará o no lo barato que la pagó.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Artemio, los asesinatos de Soldati/Lugano, no ameritan ningún comentario?
No tenés nada para decir?
Anónimo ha dicho que…
Quise decir Fabián, no Artemio...
El Conurbano ha dicho que…
Ya dijeron por mí lo que yo quería decir, acá

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